ESA HORRIBLE COSTUMBRE DE ALEJARME DE TI
Fragmento
Por Vicenta Siosi Pino.
Mamá me colocó la manta y las
wairriña nuevas, adornó mi cuello con los collares de la abuela y amarró sobre
mi cabeza su pañolón de mil colores. «Me llevan a conocer Riohacha –pensé– sólo
una ocasión tan especial puede motivar vestirme así». Me agarró fuerte de la
mano y mis dedos empalidecieron por falta de sangre. Salimos del rancho, el sol
me cegó con su luz, mamá casi me arrastraba. Volví la cara y vi a mis
familiares bajo la enramada, mirando atentos cómo nos alejábamos. Motsas se
protegía del sol con su mano izquierda. Yo no comprendía nada, sólo tenía siete
años.
La casa donde llegué era grande, con sillas
altas; sentada en el sofá, mis pies no alcanzaban a tocar el suelo. Sentí un
mareo cuando miré el mar por la ventana. Desde ese día, lo tuve siempre frente
a mí. Los días aquí no me gustan. Ya no llevo la manta, la señora me dio otra
ropa y guardó los collares en el jarrón blanco que está sobre la vitrina de la
cocina. Aún espero a mamá; cuando me dejó, dijo que volvería pronto y que no
llorara. Me engañó, volvieron las lluvias y no viene a buscarme. «Indiecita»,
me llaman, sin saber que soy princesa y mi papá el cacique de la ranchería.
Ya conozco todas las habitaciones
de la casa. Tengo que asearlas tempranito. Odio levantarme de madrugada a lavar
los platos; el agua fría me estremece y se lo he dicho a Olar, la empleada, y
me ha sonreído.
Le traeré a Olar iguarayaa, a ella
le cuento lo que hago en la ranchería. A veces, cuando tengo sueño, me arropa
sobre la silla de la cocina y me dice:
–Duerme un ratito. Creo que me
quiere. No tengo tiempo para descansar. Cógeme esto, alza aquello, diga señora,
a la orden, gracias, despídase, lava la ropa, plánchala, se pasan el día
mandándome.
Olar me regaló dos calzones de
bolitas y me llevó por la tarde al mar, recogí varias conchitas y las guardé,
para que no me las quiten, en la caja de mi ropa. «Cómo podré pagarle a Olar
esta alegría, puede ser con los collares, pero están tan altos, en el jarrón
blanco sobre la vitrina de la cocina. Sólo arrimando un taburete y subiéndome
al lavaplatos los alcanzo», pensé. En la noche lo hice. Caminé despacio cuando
todos dormían, arrimé la silla y me así al mesón de mármol, como a un matorral
de bejucos, pero la vitrina estaba muy alta, apenas rozaba con la punta de los
dedos el jarrón. Intenté moverlo brincando, le di un manotón y no se meció,
probé nuevamente, la vasija se ladeó y pasó cerca de mi cabeza.
Se destrozó en el suelo vomitando
mis divinos collares. La señora Flor, sus hermanas Guillermina y Natividad y
Olar se levantaron azoradas. Esa noche por primera vez en mi vida recibí una
paliza. No lloré ¿por qué hacerlo? Había recuperado mis collares, nada
importaba aunque durmiera boca abajo por el dolor en las nalgas. Mamá llegó a
los dos días del accidente. Fui feliz. Corrí y me abracé a sus piernas.
–Me quiero ir contigo –dije. Ella
no me contestó nada y también me abrazó. La señora ordenó me retirara y nunca
mandato de la mujer me dolió tanto como ese. Me quedé cerca, detrás de una
matera. Vi como mamá le entregaba un chinchorro, tres mochilas y un collar de
coral. –Comadre, es el pago del jarrón –dijo mamá. Hablaron más, pero no
entendía las palabras. Luego mamá salió, sin intención de llevarme. Corrí
por la cocina y atravesé el patio, me arrastré por el boquete por donde sale el
perro y di justo con el burro en que había llegado mamá. Rápidamente subí al
animal y como un ovillo me metí en el mochilón de mercar. A los pocos minutos,
sentí que el bruto se movía y ya no quise ni respirar.