lunes, 11 de noviembre de 2019



ESA HORRIBLE COSTUMBRE DE ALEJARME DE TI
Fragmento

Por Vicenta Siosi Pino.

Resultado de imagen para niña wayuuMamá me colocó la manta y las wairriña nuevas, adornó mi cuello con los collares de la abuela y amarró sobre mi cabeza su pañolón de mil colores. «Me llevan a conocer Riohacha –pensé– sólo una ocasión tan especial puede motivar vestirme así». Me agarró fuerte de la mano y mis dedos empalidecieron por falta de sangre. Salimos del rancho, el sol me cegó con su luz, mamá casi me arrastraba. Volví la cara y vi a mis familiares bajo la enramada, mirando atentos cómo nos alejábamos. Motsas se protegía del sol con su mano izquierda. Yo no comprendía nada, sólo tenía siete años.
 La casa donde llegué era grande, con sillas altas; sentada en el sofá, mis pies no alcanzaban a tocar el suelo. Sentí un mareo cuando miré el mar por la ventana. Desde ese día, lo tuve siempre frente a mí. Los días aquí no me gustan. Ya no llevo la manta, la señora me dio otra ropa y guardó los collares en el jarrón blanco que está sobre la vitrina de la cocina. Aún espero a mamá; cuando me dejó, dijo que volvería pronto y que no llorara. Me engañó, volvieron las lluvias y no viene a buscarme. «Indiecita», me llaman, sin saber que soy princesa y mi papá el cacique de la ranchería.
Ya conozco todas las habitaciones de la casa. Tengo que asearlas tempranito. Odio levantarme de madrugada a lavar los platos; el agua fría me estremece y se lo he dicho a Olar, la empleada, y me ha sonreído.
Le traeré a Olar iguarayaa, a ella le cuento lo que hago en la ranchería. A veces, cuando tengo sueño, me arropa sobre la silla de la cocina y me dice:
–Duerme un ratito. Creo que me quiere. No tengo tiempo para descansar. Cógeme esto, alza aquello, diga señora, a la orden, gracias, despídase, lava la ropa, plánchala, se pasan el día mandándome.
Olar me regaló dos calzones de bolitas y me llevó por la tarde al mar, recogí varias conchitas y las guardé, para que no me las quiten, en la caja de mi ropa. «Cómo podré pagarle a Olar esta alegría, puede ser con los collares, pero están tan altos, en el jarrón blanco sobre la vitrina de la cocina. Sólo arrimando un taburete y subiéndome al lavaplatos los alcanzo», pensé. En la noche lo hice. Caminé despacio cuando todos dormían, arrimé la silla y me así al mesón de mármol, como a un matorral de bejucos, pero la vitrina estaba muy alta, apenas rozaba con la punta de los dedos el jarrón. Intenté moverlo brincando, le di un manotón y no se meció, probé nuevamente, la vasija se ladeó y pasó cerca de mi cabeza.
Se destrozó en el suelo vomitando mis divinos collares. La señora Flor, sus hermanas Guillermina y Natividad y Olar se levantaron azoradas. Esa noche por primera vez en mi vida recibí una paliza. No lloré ¿por qué hacerlo? Había recuperado mis collares, nada importaba aunque durmiera boca abajo por el dolor en las nalgas. Mamá llegó a los dos días del accidente. Fui feliz. Corrí y me abracé a sus piernas.
–Me quiero ir contigo –dije. Ella no me contestó nada y también me abrazó. La señora ordenó me retirara y nunca mandato de la mujer me dolió tanto como ese. Me quedé cerca, detrás de una matera. Vi como mamá le entregaba un chinchorro, tres mochilas y un collar de coral. –Comadre, es el pago del jarrón –dijo mamá. Hablaron más, pero no entendía las palabras. Luego mamá  salió, sin intención de llevarme. Corrí por la cocina y atravesé el patio, me arrastré por el boquete por donde sale el perro y di justo con el burro en que había llegado mamá. Rápidamente subí al animal y como un ovillo me metí en el mochilón de mercar. A los pocos minutos, sentí que el bruto se movía y ya no quise ni respirar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario