EL ENCIERRO DE UNA PEQUEÑA DONCELLA
Fragmento
Por: Estercilia Simanca Pushaina
Llevo treinta lunas tratando de aprender lo que mamá
cobriza se ha tornado pálida y
mi cabeza envuelta en
un pañolón que esconde lo que le han hecho a mis
cabellos
se pregunta: ¿Cuánto durará este encierro
que me hace sangrar?-
Pensaba Iiwa-Kashí, mientras la bañaba su madre-
Era de madrugada, las estrellas decían que podían
ser las
cinco. Estaba sentada en una gran piedra y el agua tibia del cocimiento de hojas
y bruscos del monte apacigua el frío de la madrugada que le penetraba hasta los
huesos. Su madre la bañaba de la
cabeza a los píes. La restregaba con hojas y
le sacaba los residuos que le quedaban después del frote con el agua verde del
cocimiento. Su madre no dejaba de echarle agua con la totuma hasta no acabar la
última gota: Ya está – decía - Ketchón al terminar de bañar a su hija.
Iiwa era conducida por su madre al interior del rancho
envuelta en una sabana. Sentada en una butaca ella misma se secaba, pasaba sus
manos sobre su cabeza para sentir esa sensación de estar tocando un retoño de
tuna con espinas tiernas -parezco un erizo- pensaba-Antes de mi encierro tenia
mis cabellos por la cintura. Siempre desee cortarlos, como las profesoras
alijunas que llegan a Uribia a dar clases en el internado donde yo estudiaba,
con sus caritas rosaditas y sus cintitas de colores en la cabeza; pero nunca
dejármelo tan corto, como me lo dejó mamá. La culpa de todo la tuvo la vieja
Yotchón, quien decía que me lo cortaran hasta el pegue del cuero –Moocholokalü
ekii- bien cortico- decía cada vez que mamá cortaba un mechón de mis cabellos.
Yo sentía el sonido de la tijera haciendo desastres en mi cabeza y hasta tuve
miedo de que mamá me volara una oreja. Era como si estuviera cortándole la lana
a un ovejo, para que mamá Pitoria, mi abuela, hiciera con ella una mochila.
Luego era un frió en mi cuello y mi cabeza la sentía liviana. Solo hasta ese
día pude ver o mas bien recordar lo grande que tengo las orejas. En el internado
nunca me quise recoger el cabello porque no me gustaba que me las vieran y por
mucho que me gustaran las cintitas de colores que usaban las profesoras, nunca
las usé porque así también se notarían mis grandes orejas. Ahora están a la
vista de mamá y de las viejas Yotchón y Jierrantá. Es por eso que uso este
pañolón, no tanto para ocultar lo que le han hecho a mis cabellos, sino para
ocultar mis enormes orejas. La vieja Yotchón no hace otra cosa que decirme
juche’e puliikü- oreja de burro.
La vieja Jierrantá llegaba siempre con la mañana. Traía
chicha tibia y cerrera para Iiwa. Era lo único que consumía durante cierta
etapa de su encierro. Iiwa ya se había acostumbrado a tomar la chicha simple
sin azúcar ni panela. Al principio protestaba, pero Ketchón su madre, y las
viejas Yotchón y Jierrantá parecían no escucharle.
– ¡Irasü taya!- estoy simple –estoy simple- ¡No he comido
nada con azúcar ni sal en este encierro, es por eso que estoy tan pálida y
flaca! – Terminaba llorando la pequeña doncella que aún no comprendía porque la
habían encerrado.
Durante todo este tiempo he visto por las rendijas de la
puerta, como mis tíos han construido un telar en la enramada del rancho donde
me encuentro y como han colocado sabanas alrededor de la enramada para ocultarme
de las miradas de la gente. Antes de que hicieran el telar las viejas Yotchón y
Jierrantá me enseñaban a tejer mochilas, pero debo confesar que mis manos no
son como las de la doncella desconocida de la leyenda de waleket, la leyenda de
la araña, de donde dicen los viejos que los wayuu aprendimos a tejer. Aún no
aprendo lo más sencillo y las puntadas se me enredan. Si de mi progreso en el
tejido dependiera mi salida de este encierro, creo que me quedaría encerrada de
por vida.
Hace días escuche la voz de mi tata. Quise salir a su
encuentro, pero me lo impidió la vieja Yotchón agarrándome bruscamente por la
cintura y arrojándome al piso de tierra del rancho. En esos momentos lo que
sentí fueron unas ganas intensas de agarrar la vara de wararat que había en uno
de los rincones y pegarle una limpia para desquitarme de sus burlas por mis
grandes orejas y por ser tan bruta para aprender a tejer como ella siempre me
decía cuando me equivocaba en una puntada, pero no pude. Yotchón era hermana de
mi mamá Pitoria, mi abuela. Y así toda esa rabia se tradujo en un incontenible
llanto que comenzó esa mañana y terminó en el medio día con sollozos.
Después supe que mi tata había traído mas hilo para tejer y
un saco de maíz para que prepararan la chicha. Pero esta vez me tocaba moler el
maíz, picar la leña y prender el fogón. ¿Por qué me tocaba hacer esto, si
siempre hemos tenido sirvientes que lo hagan? Recordé a Karrawa, nuestra
sirvienta, y pedí a mamá que mandaran por ella, pero se negó –Tú tienes que
aprender- fue lo único que me dijo- A mamá parecía no importarle que mis brazos
estuvieran cansados de tanto darle vueltas a la manivela del molino. Yo nunca
había preparado la chicha, solo la endulzaba a mi gusto y me la tomaba; nunca
había picado leña, a veces iba al monte a acompañar a Karrawa cuando ella la
buscaba y nunca había prendido el fogón porque siempre me fastidió el fogaje en
la preparación de los alimento cuando Karrawa o mamá lo hacían. Nunca quise
tomar chicha mascá porque me daba asco. Es que eso de mascar uno la chicha y
escupirla en una totuma para que otro se la tome, nunca pareció agradarme y
ahora resulta que tengo que mascar chicha para unos invitados de mi tío
Shankarit.
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